24 de marzo de 2011

Un siglo de dos minutos

Aquella mañana hubo algo raro en mi despertar. Algo frío, silencioso y doloroso. Un presagio.
El verano estaba en su apogeo, llenando todo con sus colores, sus cielos homogéneos y sus plagas. Las clases habían quedado atrás. Así es Diciembre.
Tal vez todo comenzó días antes, con los nefastos cambios de temperatura que tanto mal le hicieron a mi organismo. Arrastré tos durante muchos días. Demasiados, para mi gusto.
Ese día, la tos reinaba en mis pulmones. Llegaba en cualquier momento, imponiendo su voluntad y somentiéndome. Durante todo el día, sufrí accesos más y más fuertes, que me enrojecían el rostro y me agitaban. Hasta que, a las tres de la tarde, mi garganta desistió.
Meses después me enteraría que biológicamente se conoce a ese problema como "espasmo de laringe"; la garganta, que trabaja demasiado al toser, se contrae, al igual que un músculo después de hacer ejercicio en exceso.
No importó la explicación. No en ese momento.
Fue un acceso de tos demasiado violento. Cuando terminó, el aire, tan cerca mío, se negó a entrar a mi cuerpo. Una inspiración fallida, luego otra, luego otra y otra más; llegó el nerviosismo solo para empeorar las cosas.
Me asusté.
Corrí hacia dentro de mi casa. El sonido que hacía al intentar inspirar era igual al gemido de un animal moribundo. Desesperación. Iba y venía por todos los rincones de mi casa, esquivando a mis hermanas sin ninguna razón. No podía inhalar, sin embargo el poco aire que quedó en mi organismo seguía saliendo. Escapando.
Caí, arrodillado. Emití un grito ahogado, suplicante.
Volví a salir. Mi andar no tenía ningún sentido. Los pensamientos que venían a mi mente parecían fabricados por otra persona. Era imposible que reflexiones tan tranquilas provinieran de mi. Recordé que en un mal noticiero explicaron que cuando una persona estaba a punto de morir asfixiada, ésta se orina inconscientemente.
Lo recordé justo cuando me estaba pasando a mi. Fue el indicio que me provocó pánico.
Cada vez menos aire. Cada vez más lejos de la vida.
Seguía sin respirar. Seguía emitiendo aquel horrible sonido que nunca más podré olvidar.
Después, llegaron las nubes. La vista empezó a fallarme.
Recuperé el control de mis pensamientos por un segundo.
No. No puede ser la hora. No todavía.
Pero la hora estaba llegando, implacable.
Y fue entonces cuando mi madre, que no mencioné nunca pero que siempre estuvo siguiéndome para cada lugar que yo fuera, entró en acción.
Fue el ademán más simple que existe. Aquel que existe desde el nacimiento de las madres.
Un abrazo y una palabra tranquilizadora.
Entre lágrimas, me dijo: "Ya pasó. Tranquilo." Y como si hubieran sido los conjuros de una hechicera, un minúsculo hilo de aire pudo irrumpir en mí. Fue el fin del terror.
Poco a poco mi garganta volvió a funcionar normalmente, y casi todo volvió a ser como era. Pero algo en mi cambió.
A partir de ahí la vida me parece maravillosa y el solo hecho de poder respirar me hace feliz. No entiendo por qué las personas caminan por la calle sin ver el cielo acariciando a las nubes, sin escuchar las historias que cantan los pájaros.
Un segundo de vida es hermoso, y no hay excusa para no disfrutarlo.
Cada día nuevo es una nueva oportunidad para ser felices. Cada nuevo otoño nos da la oportunidad de juntar hojas secas para protegerlas de la lluvia y el viento.
Dejemos de ahogarnos por pequeñeces. El mundo allá afuera es enorme, y hay millones de personas que nos podrían hacer reír. Sólo hay que saber sonreír...
Desde estas lejanas playas mentales, Maty Presidente

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