29 de marzo de 2011

Ruinas

Anegos se despertó, con un dolor de cabeza insoportable. No recordaba dónde estaba ni qué había pasado, hasta que el sonido de un cañón en lontananza le devolvió una ola de recuerdos recientes.
Los gritos de los defensores, los aullidos de guerra de los atacantes, la caída de las puertas de la ciudad, el entrechocar de espadas.
Anegos estaba en la Torre del Búho, esperando a que los infieles se pusieran al alcance de su arco compuesto. No pudo disparar ni una flecha. Un cañón hizo caer la torre centenaria, causando estrépito y nubes de polvo que provocaron el pánico entre los pocos defensores de Enteria que aún quedaban. Él quedó vivo, aunque atrapado en los escombros.
Pacientemente sacó las rocas que lo aprisionaban, luchando contra la sed y las heridas invisibles que tenía. Su armadura lo había protegido de morir aplastado, Pudo liberarse, sin aliento. Solo entonces pudo percibir el silencio. Silencio en esa ciudad, que dos días atrás había estado llena de ruidos de animales y cantos de juglares que dedicaban sus notas a los héroes del pasado.
Otro disparo de cañón. Los invasores estaban festejando la victoria. Se asustó, pensando en que tal vez alguien podría descubrirlo y asesinarlo sin piedad. No sabía que el infiel más sobrio que había en la ciudad estaba bailando, vestido únicamente con un yelmo.
El sobreviviente comenzó a recorrer las ruinas de Enteria, buscando un escondrijo. Aunque no podría esconderme de los ojos de Dios. El castillo del duque estaba incendiándose. Palabras guardadas convirtiéndose en humo.
Un sonido en el cielo. Los buitres llegaron a la fiesta.
Pronto se percató que estaba llegando a su casa. O, mejor dicho, al lugar que una vez ocupó su casa. Las ruinas cambiaron la forma del lugar, pero el cielo era el mismo. Allí también había llegado la soledad.
Vio algo tirado en el piso. Se inclinó, sabiendo con qué se encontraría antes de verla. Su hermana yacía inmóvil, con el rostro disfrazado por la tierra y el horror.
Más allá, otra persona había comenzado su descanso eterno. Se acercó, sin poder verla por todas las lágrimas que afloraron a sus ojos.
Su hija. Cinco años de dulzura cercenados por la guerra. Miró al cielo, que ya no parecía tan azul, y lloró.
Lloró desconsoladamente, lamentando no haber podido defenderla.
Lloró con rabia y con dolor, gritando el nombre de su hija.
Lloró, hasta que una flecha se clavó en su espalda. Lo habían confundido con el enemigo.
Murió abrazando a su hija, y su alma se perdió camino al cielo. Nunca la pudo volver a abrazar. Nunca llegó a las puertas celestiales. Nunca llegó a descansar en paz con los suyos.
algunas noches frías, los nuevos habitantes de Enteria escucharon su lamento ahogado, y se conmovieron de su tristeza. Tal vez, aún hoy el pobre Anegos sigue buscando a su pequeña...
Desde estas lejanas playas mentales, Maty Presidente

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