6 de diciembre de 2010

Voces en mi Mente - Capítulo 3

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Leé la Segunda Parte

La familia Paz interrumpió la bendición de los alimentos. Un estrépito inusitado en aquel silencio había irrumpido sin previo aviso. Un sonido proveniente del barranco Madrugada.
Los tres niños de ojos marrones no podían disimular su sorpresa. La mujer, la madre de los pequeños, transmitía el miedo con la mirada.
El hombre sentado en la cabecera se levantó. Había tomado una decisión.
—Aurelia, quedate con los chicos. Voy a ver qué pasó.
No parecían muy dispuestos a obedecer; sin embargo la determinación del padre era inapelable.
A lo lejos, se escuchaban las voces de los vecinos de Junza.
—Vení rápido papi. Quiero saber qué fue lo que pasó. — La voz del pequeño Joaquín sonaba muy aguda, incluso para su corta edad.
—Quédense tranquilos. Voy a ver qué pasó y vuelvo con ustedes —repitió.
Salió, dejando una estela de incertidumbre dentro de la casa de madera despintada. El barranco comenzaba a reinar cincuenta metros después de la última casa de Junza, la casa más alejada. La casa del viejo. Ahora estaba deshabitada.
La cerca de madera que los mismos vecinos del pueblo habían instalado para que ningún pequeño tuviera un accidente estaba rota. La mitad de la población de Junza –unas veinte personas- estaba reunida en torno a ese agujero.
— ¿Qué pasó?— Inquirió Javier Paz, reuniéndose con todos.
—Acercate y mirá — Le respondió un hombre de pelo canoso, que vivía al lado de su casa.
El espectáculo era estremecedor. Los restos de un auto estaban repartidos por todo el fondo del barranco. Aún humeaba. Allá abajo, un hombre yacía sin vida, con las piernas atrapadas bajo cientos de kilos de hierros retorcidos.
Ante el estupor y la indecisión de sus vecinos, Javier adoptó tácitamente el papel de líder.
En Junza no había mandatarios ni fuerzas de orden público. La autoridad era algo pasajero que surgía ante el caos y la crisis.
—Traigan una escalera. Debemos sacar a ese hombre del Madrugada.
El barranco Madrugada había recibido ese nombre porque era justo en ese momento del día en que se hacía hipnótico y atrayente. Ni el mejor arquitecto hubiera podido darle la orientación perfecta que tenía, una posición que todas las madrugadas sin nubes hacía jugar a la luz que emitían las estrellas, llenándolo de dibujos modelados por la sombra de las rocas. El viejo, tres meses antes de morir, exclamó que los dibujos que ensayaba la luna desfalleciente durante el alba eran pequeñas representaciones del cosmos. Y al mismo tiempo eran ojos de lechuzas que miraban acusadores.
Las escasas mujeres que habían salido a ver qué había sucedido volvían a sus casas, acuciadas por el sol implacable que quemaba todo lo que le opusiera resistencia.
El señor Ledesma —dueño de la única despensa de Junza— volvía corriendo al lugar del accidente trayendo en sus brazos una escalera de cuerda y un rollo de soga, sudando por el apuro. Javier ya había elegido tres hombres que bajarían con él para sacar al cuerpo del barranco. Entre ellos estaba el hombre canoso que lo había recibido, Ángel Rey.
La amistad entre él y Javier había nacido unos tres años atrás, cuando la esposa de Ángel falleció. La familia Paz lo ayudó a llenar el vacío que quedó, y colaboró con la crianza de Esperanza, la pequeña hija del matrimonio Rey que tenía unos dos años en aquél entonces.
Los cuatro rescatistas descendieron los setenta y cinco escalones que los conducirían hasta el fondo del Madrugada.
El primero en bajar fue Ángel. Al tocar el suelo pedregoso e irregular, se percató de que el clima ahí abajo era mucho más frío, a pesar de que en ese momento del día los rayos del sol caían sin obstáculos en aquél barranco milenario. Se acercó a los restos del vehículo y tanteándolo llegó a la conclusión de que necesitarían hacer mucha fuerza si pretendían liberar el cuerpo que yacía atrapado, mirando inexpresivamente el cielo. La mole de hierros estaba convertida en una trampa mortal.
Cuando estuvieron los cuatro en tierra, Javier examinó detenidamente la situación y sopesó las posibilidades. El primer intento fracasó rotundamente: Se repartieron, tres levantando el auto y uno sacando apresuradamente el cuerpo, sin éxito.
Desde arriba, sólo una niña seguía atenta el proceder de los cuatro obreros. Los demás ya estaban preparando un lugar en el cementerio, armando un repuesto para la valla rota, o disponiendo la documentación que deberían rellenar para no envolverse en dificultades.
Poner piedras debajo del auto a medida que lo levantaban dio sus frutos. Sacaron al joven apresuradamente y vieron que sus piernas estaban convertidas en harapos de carne y huesos. A esta altura, con tantas cosas en su cabeza, Javier había olvidado la promesa que le hiciera a su hijo menos de una hora atrás.
A Aurelia ya se le hacía imposible contener a los tres pequeños niños que inquirían incansablemente sobre el paradero de su padre. Incluso ella esta alarmada. Decidió ir a buscarlo.
Salió con su hija en brazos. La menor de la familia, Camila, apenas entendía lo que pasaba. La mujer no se preocupaba por sus hijos mayores. En el pueblo, los niños eran libres y no había peligros que tensaran los nervios de una madre. De todos modos, Joaquín y Pablo habían decidido quedarse dentro de la casa, aprovechando el almuerzo que todos habían olvidado.
Caminando por el sendero que ellos denominaban calle, Aurelia divisaba los límites del pueblo. Al norte, las casas que formaban Junza. Más atrás, el cementerio. Al sur y al oeste, el campo infinito, lleno de manzanos. El lugar en donde todos los habitantes trabajaban para subsistir. Al oeste, el ripio que llevaba hasta la ruta y atrás, el Madrugada. Camila balbuceó una frase ininteligible, fascinada por una abeja que revoloteaba en el aire denso, lleno de humedad.
Pasaron por la casa de Ángel Rey. En la puerta, sentada, ausente, se encontraba la pequeña Esperanza, que casi sin darse cuenta tenía en sus manos un gato gris. No levantó la vista cuando la mujer pasó.
Aurelia siguió caminando sin prisa. Al ver los movimientos de los que estaban trabajando en el borde del barranco adivinó que allí había ocurrido un accidente grave, pero afortunadamente la víctima era alguien extraño, ajeno a ese círculo de habitantes tan recluidos del mundo. La frialdad de la gente de Junza. La casa que estaba al lado de la de Ángel era la casa del viejo. Sin dudas, más arruinada de todas. Desde que el viejo había muerto, la casa quedó cerrada y nunca nadie se atrevió a entrar.
Pasó al lado de la ventana. Con el rabillo del ojo le pareció ver que algo se movió dentro de la casa. No había forma de estar seguro; la luz no podía penetrar en esa casa siempre reinada por la oscuridad.
«Ahí dentro hay algo. Estoy segura.» Un estremecimiento recorrió la nuca de Aurelia. Al mirar sus manos, las encontró grises, al igual que el rostro de la pequeña que tenía en brazos.
Ayudándose con la cuerda, subieron al cadáver. Ya estaba tapado con una manta vieja.
Ángel revisó el auto en busca de una identificación. Ahí estaba. Llena de manchas rojas. Rojas y frías.
—Se llamaba Andrés Arenales— Exclamó.
Arriba, el latido del corazón de Aurelia podía escucharse a tres metros de distancia. El silencio de Junza era legendario. También el miedo que ella sentía.
Apartó la vista de la pequeña multitud de gente que se agrupaba en torno al fallecido. Miró el suelo y entonces lo vio tan claramente como cuando se miró las manos.
El pasto.
El pasto le dejó un mensaje grabado en todas las tonalidades de verde.
Más tarde, no recordaría si fueron palabras o imágenes. Pero el mensaje era claro.
Están condenados.
Todos.
Junza está condenada.
Continuará…

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