Lluvia... Grandiosa lluvia...

Rayos. Relámpagos. Truenos. Lluvia. Nubes colosales que asustan con la simpleza de su enormidad.
El espectáculo de la naturaleza más apasionante es sin dudas la tormenta. La furia de un planeta resumida en una mínima porción de espacio-tiempo.
Lo que más me apasiona de este fenómeno es esa sensación de vulnerabilidad y nerviosismo que se desarrolla segundos antes de la explosión de energía, ese trueno que abre el cielo y ocasiona precipitaciones violentas y metálicas.
La tormenta es la madre de la vida.
¿Cómo reconocer a una buena tormenta? Están precedidas siempre por un silencio sepulcral e incómodo. Los animales se esconden, el viento deja de existir, los árboles, eternamente mudos, tiemblan ante la violencia que adivinan inminente.
La otra noche soñé con la tormenta del fin del mundo. Las personas huían desaforadas tratando de esconderse en algún lugar para intentar evitar lo inevitable. El mundo se terminaba ante mis ojos.
Mi subconsciente magnificó y enfatizó los elementos. Me vi rodeado de rayos que tocaban el piso, tan gruesos como troncos. El cielo nocturno se iluminaba con nubes amarillas, naranjas y rojas; el color del infierno.
El tifón del espacio esotérico se cerraba  en torno a mí, bloqueándome las salidas.
Nuestra mente puede crear imágenes conmovedoras para comunicarnos mensajes que flotan en lo más profundo de nuestro ser. Imágenes que sólo uno mismo puede ver. No importa lo maravilloso o terrible que sea un sueño; los sentimientos y las escenas que vemos sólo nosotros las percibimos. No se puede compartir un sueño.
Si pudiéramos recordar un sueño completo, en toda su extensión, descubriríamos un mundo oculto que descansa en el fondo de nuestra esencia. Somos cuerpos que sueñan.
Amigos míos, los sueños son únicos, irrepetibles y mágicos. No dejemos de soñar. Prestemos más atención al grito de la mente.
¿Quién sabe qué función está preparando mi subconsciente para esta noche...?

Desde estas lejanas playas, Maty Presidente